Buenos noches.
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Prólogo
Érase una vez, en un pueblo de montaña de cuyo nombre
prefiero no revelar, una mujer aún en pijama y con lagañas en los ojos se
sentaba en un sillón al lado del ventanal y con una libreta en la mano se
disponía a contar una historia.
Bueno, estoy por tachar el primer párrafo, así no se
empieza un prólogo ¿o sí? Al fin y al cabo lo que tienes entre manos es un
libro, un cuento y ya no solo por la historia que relata, sino el proceso de la
misma autora hasta llegar aquí.
A Bea la conocí a través de su blog, la pasión por la
romántica nos unió y poco a poco nos fuimos conociendo, estrechando el cerco
hasta llegar a este punto donde día a día vamos escribiendo, compartiendo y
aprendiendo juntas.
Tengo la suerte de haber vivido el nacimiento de esta
historia desde que era tan solo un esbozo; de esta escritora cuando solo era un
sueño, una ilusión. Todo este proceso me ha hecho revivir momentos que son
inolvidables y que, cuando eres la protagonista, los nervios hacen que no puedas
vivirlos al cien por cien. Por eso desde aquí le doy las gracias a Bea por
dejarme participar en todo el proceso y disfrutar al máximo que la perspectiva
y la antigüedad otorga. Los nervios, esa ilusión mezclada con el canguelo de si
realmente juntas solo palabras o llegas a trasmitir todo lo que deseas.
Encontrarnos en Barcelona después de meses y verla
emocionada perdida al tener ya todas las piezas del puzzle. El rompecabezas de
la trama.
La ilusión, el miedo, la incertidumbre… el leer y
releer.
El subidón al poner la palabra fin.
Los nervios esperando las respuestas de los lectores cero.
Dudar de lo escrito, modificar, corregir y volver a
escribir.
El comecocos de la autopublicación.
Hasta el calvario de encontrar la imagen perfecta para
la portada.
Me queda hablaros un poco de Ojalá no fueras tú,
pero esta esta historia de amor esconde tanto en su interior que me da miedo
chivarme de algo sin darme cuenta. Trata de segundas oportunidades, de cómo el
odio puede cegar y de cómo el amor puede hacer desvanecer esa ira.
De querer vivir la vida y no solo contemplarla de
lejos.
De creer en los dictados del corazón y no dejarse
llevar por prejuicios.
De ambiciones y luchas de poder.
De problemas del mundo, de sobrevivir versus
consumismo.
Y ya no os digo más porque sé que al final acabarás
peleando con Jon y enamorándote como Laura.
Espero no haberme alargado mucho, ya solo queda
despedirme.
A ti lector decirte que disfrutes de esta novela como
si fuera un bombón, a mordiscos pequeños para que se disuelva lentamente en el
paladar.
A Bea, nunca tendré palabras suficientes para
agradecerte tu apoyo en mis principios como escritora. Te deseo una aventura
literaria con muchísimos “fin” y todos ellos llenos de éxito. Gracias por
dejarme formar parte de esta experiencia tan especial.
Un abrazo enorme. Nos leemos.
Pueblo de montaña,
domingo por la mañana.
Dona Ter
1
Marzo de 2015
LAURA
Mi habitación es un lugar frío, inhóspito, solitario,
cruel... Y todo porque él ya no está, se fue sin decir nada, sin dar más
explicaciones que una burda excusa de un viaje de trabajo que tenía que hacer.
Era mentira, lo supe en cuanto me lo dijo, mis peores presagios se confirmaron
cuando leí la nota que dejó encima de la mesa de la cocina antes de marcharse.
Apenas unas líneas.
“Laura, quiero el divorcio. No me llames, no me
busques, no te pongas en contacto conmigo, nos vemos en el juicio”.
Ésa fue toda su explicación. Casi tres años de
relación acababan de un plumazo con una nota rápida, el armario sin su ropa y
mi corazón hecho trizas. El final de una historia que comenzó un sábado de
primeros de octubre del otoño de 2011. Hacía un día helador, con un viento muy
molesto y el cielo amenazaba lluvia de un momento a otro. Era uno de esos
sábados por la mañana en los se respira un ambiente perezoso hasta bien entrado
el medio día en los que parece que hasta a los pájaros les da pereza volar del
frío que hace. La calle estaba despejada, las tiendas sin gente y el pulso
siempre frenético de Madrid estaba detenido.
El reloj marcaba las once de la mañana cuando iba de
compras por la calle Serrano. Aunque no era lo más habitual en mí (ir por la
mañana de compras), ese día era una excepción. Me lo merecía después de que las
negociaciones con los clientes americanos hubieran ido muy bien y que, gracias
al trabajo que habíamos realizado en mi departamento, la empresa fuera a
conseguir un importante contrato que iba a traer unos cuantos ceros a la cuenta
de resultados. Por eso, darme un capricho era lo menos que podía hacer. A pesar
de la hora que era, ya había entrado en las tiendas más exclusivas de la
capital: Chanel, Versace, Guess y Hoss Intropia... Unas botas altas con
el bolso a juego escandalosamente caros habían sido mi recompensa. Al salir de
una de las tiendas vi en una esquina un chico de más o menos mi edad
(veintiséis le calculaba) sentado en la acera, con la mirada fija en el suelo y
un sombrero enfrente para pedir limosna. Vestía ropa vieja, barba larga y
parecía que llevaba varios días sin ducharse. Para no sentirme mal después de
todo el dinero que me había gastado, saqué del monedero unas monedas y se las
di.
Pasó bastante tiempo, calculo que un par de meses,
hasta que volví a ir de compras. Al pasar por aquella esquina y mirar hacia un
lado, recordé que era el mismo chico de entonces y le volví a dar dinero. Como
esta vez no tenía monedas dejé en su sombrero un billete de diez euros. Una
limosna muy generosa, pero con mi sueldo me lo podía permitir.
Volví el siguiente sábado y el siguiente del
siguiente, y el siguiente del siguiente del siguiente. No sé por qué, pero
había algo que me impulsaba a ir cada sábado por esa misma esquina y que se
repitiera la misma escena: pasaba con apariencia despreocupada, me paraba
enfrente de él, abría la cartera y le daba dinero. Unas veces más, otras menos,
pero nunca menos de la cantidad que le di el segundo día. No oía un gracias,
tampoco me miraba, parecía como si no existiera... Después de pasar cuatro
sábados seguidos por el mismo lugar repitiendo exactamente los mismos
movimientos, ya empezaba a estar molesta con ese chico. Hasta que por fin, el
cuarto sábado que pasé, algo cambió. Escuché un débil gracias y le miré en el
mismo momento que levantaba la cabeza hacia a mí y vi unos profundos ojos
grises. No sé qué pasó, cuando lo hice, noté como si el tiempo se parara, dejó
de hacer frío, el viento gélido amainó, e incluso creí ver como se abría un
claro en cielo. Su mirada era la de alguien derrotado, pero que se mantenía
orgulloso, altivo. Solo fui capaz de murmurar un tímido “de nada”, aunque
después de decirlo empecé a sentirme incómoda. Una parte de mí quería seguir
hablando con él, pero la otra no se atrevía. Sonreí débilmente y me despedí con
la mano como si fuera una niña pequeña que saluda a un desconocido desde el
coche de su padre.
De nuevo al siguiente sábado volví a pasar por la
misma esquina: abrí la cartera, algo más insegura que las anteriores ocasiones,
cogí el billete y me agaché ‒era una novedad‒, lo dejé suavemente dentro del
sombrero, lo que me permitió verle más de cerca.
—Hola —dije.
—Hola. Gracias por el dinero.
—De nada. No es ninguna molestia — sin saber muy bien
cómo me di cuenta de que le estaba tendiendo mi mano—. Me llamo Laura.
—Hola Laura —respondió él. ¿Es que no pensaba decirme
nada? Me pregunté molesta.
—¿Y tú eres…?
—¿De verdad le interesa mi nombre, señorita? —preguntó
el rostro sin nombre.
—¡Claro! Si no, no estaría preguntándotelo.
—Mi nombre es Jon.
Una voz me saca de mis recuerdos. Eran tan reales que
porque sé que ocurrieron hace mucho tiempo, sino diría que estaban ocurriendo
frente a mis ojos.
—Laura, ¿estás lista? —me pregunta mi madre, Natalia.
—Sí —respondo algo confundida.
—Vamos, que Roberto nos está esperando en el coche
—coge mi mano y le agarra de su brazo—, ¿nerviosa?
—Un poco —reconozco.
—Tranquila, todo irá bien.
—Eso espero.
—Confía... —esbozo una sonrisa inquieta.
Lunes, 10 de marzo
del 2015
JON
—Mañana es el día, ¿estás seguro? Todavía puedes dar
marcha atrás. Piénsatelo bien, que te vas a arrepentir...
—No empieces de nuevo, la decisión está tomada, ya lo
sabes.
—Ayer me dejaste muy preocupado, tenías muy mal
aspecto.
—Tranquilo, estoy bien.
—De acuerdo, no insisto más. Te deseo suerte y cuídate
mucho.
—Gracias, te llamo cuando salga.
—La esperaré. Un abrazo.
Cuelgo el teléfono.
Estoy en la habitación de mi apartamento. Me arreglo
la corbata enfrente del espejo que hay al lado del armario. Me fijo en mi
aspecto, el traje caro me sienta muy bien. Me acabo de afeitar y llevo mi pelo
negro engominado hacia atrás, lo tengo bastante largo, me llega hasta casi los
hombros.
No soy amigo de las cremas así que me he tenido que
duchar con agua helada para quitarme el cansancio y tener un aspecto más
saludable. Todo para tratar de disimular que llevo días comiendo mal y que
apenas duermo desde hace una semana. Hoy más que nunca tengo que dar buena
imagen.
Tengo una mezcla de sensaciones contradictorias. Por
momentos estoy contento, feliz de que haya llegado este día y en otros siento
que me muero por dentro. Las mentiras, el pasado y las circunstancias fueron
demasiado. Yo fui demasiado.
Detrás de esta apariencia de hombre decidido que
refleja el espejo, no puedo evitar sentir que algo no encaja. Aunque con el día
de hoy se cierra una etapa y por fin mis muertos podrán descansar en paz, me
siento más vacío que nunca, ni siquiera cuando ahogaba mis penas en alcohol me
sentía como hoy. Debería estar feliz, pero algo me dice que pare todo esto, que
todavía puede que exista la posibilidad de arreglarlo de otra manera. No paro
de preguntarme: ¿de verdad ha merecido la pena? ¿Estoy haciendo lo correcto?
Creo que últimamente he visto demasiado a Gregorio, ha hecho que empiece a
tener dudas absurdas. Necesito desechar esos pensamientos, no me llevan a nada.
Me repito una y otra vez que es porque por fin se hace
justicia. Prefiero arrepentirme de lo que hago por la memoria de mis muertos
que lo que dejo de hacer por los vivos. Hace muchos años que estoy muerto en
vida. Soy un espectro. He esperado desde hace mucho tiempo este día y no se
pueden ir al traste por las dudas de última hora. Hoy por fin se ajustarán las
cuentas, aunque sé que nunca ocurrirá nada que satisfaga insaciable sed de
venganza. No puedo parar. No voy a parar. Prefiero morir haciendo justicia que
vivir dejando que gane el Mal. Algún ingenuo podría decirme que yo no estoy
capacitado para decir qué está bien y qué está mal, pero ese infeliz no sería
capaz ni siquiera de imaginar lo que sentí con sus muertes y la de Mónica...
Ellos son la razón por la que he llegado hasta aquí, hasta casi rozar la
victoria con los dedos, y ahora, más que nunca no puedo fallarles. No puedo
fallarme.
Me miro otra vez en el espejo y repaso un mechón que
no ha terminado de quedar bien peinado, cuando estoy satisfecho con el
resultado, salgo de la habitación y voy a la cocina. No tengo hambre, pero aún
así me obligo a tomar un café que consiga terminar de despertarme. He quedado
con Berta, mi abogada, a las ocho de la mañana en una cafetería cercana a los
juzgados de Plaza de Castilla. Dice que es lo recomendable en estos casos.
Tenemos que repasar mi declaración y ensayar una vez más las respuestas que
cree que me hará el abogado de la otra parte.
Cuando llego al local media hora más tarde la veo de
pie al fondo de la barra con una taza de café en la mano mientras lee el
periódico del día. Está tan distraída que no se ha dado cuenta de que estoy a
pocos pasos de ella. Es una mujer bastante atractiva, de complexión delgada,
tiene el pelo corto y no es demasiado alta. Cuando me ve, cierra el periódico y
deja la taza en el platillo que hay encima de la barra. Nos saludamos con dos
besos. Está nerviosa y trato de tranquilizarla, haré todo bien. Me mostraré
como el marido deshecho que ha tenido que presentar una demanda de divorcio
porque ya no soporta más a la loca de su mujer.
Las directrices son sencillas: ser correcto, no faltar
el respeto al tribunal y tampoco al resto de presentes en la sala, mostrarme
abatido y ser condescendiente sin que se me note. Respiro hondo, yergo la
espalda, levanto la cabeza y pongo mi mirada de triunfador. Yo puedo hacerlo,
voy a hacerlo. Salgo con fuerzas renovadas de la cafetería, más seguro que
nunca de lo que voy a hacer.
Después de unos minutos de callejear, llegamos a la
puerta de nuestro destino, el juzgado. Hombres y mujeres que entran y salen del
edificio en una locura controlada. Unos muy seguros de sí mismos van con prisa
con sus clientes tratando de seguir su paso frenético. Dentro, la escena es
diferente, mientras espero en la cola para pasar el control de policía me fijo
que hay otros muchos abogados mucho más inseguros. Ésos mismos van de un lado
para otro preguntando a unos y a otros, e incluso a veces dan vueltas en
círculos. Me dan lástima, seguro que se enfrentan a su primer juicio o son
becarios. Ellos solos se han metido en un océano lleno de tiburones, sin
todavía ser capaces de mantenerse a flote, que así es como me imagino a los
abogados.
Me quito el cinturón y dejo el maletín encima de la
cinta de rayos X para pasar el control de seguridad. Veo a Berta en el otro
lado que ya se ha puesto la toga, llego hasta su lado y la sigo, vamos en
silencio. Subimos hasta la primera planta por las escaleras, giramos a la
derecha y nos paramos enfrente de la puerta donde se va a celebrar el juicio.
Hemos llegado con bastante tiempo de antelación. Berta dice que le gusta llegar
antes que la parte contraria, a los jueces les agrada la puntualidad. Presentarse
el primero en un juicio es como el que en una pelea da el primer golpe, ya le
podrán tumbar en el suelo, pero el primer impacto lo ha dado él.
A los diez minutos veo aparecer a la que todavía es mi
mujer, acompañada por su madre Natalia y por su amiga Patricia de la que va
agarrada de su brazo. Por su actitud veo que Laura está inquieta, se siente
fuera de lugar, extraña. No es para menos, yo me encuentro exactamente igual
que ella. La conozco y sé que si pudiera huir lo haría, hay una pequeña parte de
mí que también desearía hacerlo.
Detrás de ellas se acercan un hombre y una mujer que
llevan puesta la toga. Ahora que están más cerca y que están a punto de entrar
en la sala, reconozco al hombre, es Roberto, un amigo de Laura que durante un
tiempo también lo fue mío, en concreto hasta que le pedí el divorcio. Ella le
pidió ayuda, mi falta de explicaciones y evasivas fueron determinantes para que
él al igual que todos los demás, se alejaran de mí. A la mujer que también lleva toga no la
reconozco, Berta me dice que es la procuradora.
Laura, se quita las gafas de sol y veo que tiene los
ojos rojos, la nariz hinchada y la cara descompuesta. Me mira y trata de
reprimir las lágrimas con un clínex que lleva arrugado en la mano. No
quiero, no debo, no está bien, una cosa es imaginar este momento y otra cosa
vivirlo. Estoy en un callejón sin salida, por un lado sé que estoy haciendo lo
que tengo que hacer, pero a la vez hay algo dentro de mí que se rompe y me
aprisiona el pecho. No quiero mirar, pero a la vez no puedo dejar de hacerlo,
yo soy el único responsable de esas lágrimas, del dolor que le estoy causando.
No aguanto más, como siga más tiempo aquí voy a acabar flaqueando y soy capaz
de cometer cualquier tontería. Decido ir al baño, me encierro en una cabina y
me permito un momento de debilidad. Lloro, lloro como no lo hacía desde hace
años, esta angustia me puede, me quema por dentro. Si realmente pudiera hacer
lo que quiero hacer, si las circunstancias fueran otras, saldría de aquí e iría
al pasillo, me cargaría a Laura al hombro y saldría huyendo con ella del
juzgado. Secaría beso a beso esas lágrimas y las transformaría en lágrimas de
felicidad, sé que me ama, sé que a pesar de todo lo sigue haciendo.
Descarto el pensamiento, no va a suceder, sé que no lo
voy a hacer. Quito el pestillo, cojo un poco de papel higiénico y me lo guardo
en el bolsillo del pantalón del traje. Me lavo la cara por, ¿cuánto? ¿Cuarta
vez en esta mañana? Ya he perdido la cuenta la de veces que he tenido que
refrescarme así para tratar de apartar
pensamientos que hoy no debo tener, me seco y me dispongo a salir de nuevo al
pasillo, cuando la puerta se abre de repente veo que es Roberto, no me dice
nada, pero su mirada lo dice todo… y no es para menos.
Cuando salgo del baño veo a Berta, que está
esperándome en el pasillo nerviosa, tiene miedo de que algo salga mal. El
recuerdo de hace dos noches la perturba, sabe que tiene una responsabilidad
mayor, no solo se juega el puesto como mi abogada, también se juega el de mi
cama. No hay margen de error. Tiene que salir todo perfecto. No me conformaré
con menos. Si sale algo mal, será solo culpa suya. Soy el cliente, y por lo
tanto siempre tengo la razón. Yo pago por resultados, no por servicios. Si me
diesen igual podría haber llamado a cualquier abogado de barrio con una minuta
modesta y no a uno de los mejores despachos de Madrid. Tengo dinero, puedo
permitírmelo.
Se acerca disimuladamente a mí y me toca el pecho con
la mano mientras me mira con los ojos cargados de deseo. En mí solo encuentra
unos músculos duros y fríos. No siento nada por ella, no siento nada por
ninguna otra mujer que no sea la que tengo enfrente de mí completamente
desecha, y ni siquiera a ella la amo. Me repito una y otra vez que solo amé una
vez y fue a Mónica, mi novia de la universidad. Me reitero como un mantra que
con mi casi ex-mujer sí he sentido atracción, lujuria, pasión, pero no amor.
Aún así no puedo evitar sentirme como el cerdo que soy.
Aparto disimuladamente la mano de mi abogada de mi
pecho y pongo distancia con ella. No quiero que Laura, la única mujer que
realmente me importa en este juzgado piense que no sé estar en una situación
como ésta. Bastante tengo con que piense que quienes le advirtieron sobre mí
tenían razón. Intenté apartarlos de mi camino, pero no pude hacerlo del todo.
Aún así ella se fió de mí, creyó en mi palabra tanto que llegó a casarse
conmigo a pesar de que su entorno era reticente a ello. Estoy seguro de que
para ella el día de nuestra boda fue el más feliz de su vida; para mí también,
pero por motivos muy distintos. Por eso, no quiero que ella vea ningún tipo de
coqueteo entre Berta y yo para no añadir uno más a mi lista interminable de
pecados. Es tan larga que cualquier persona normal necesitaría varias vidas
para cometerlos todos, a mí poco menos de tres años me ha bastado.
La miro de nuevo, está algo más calmada. Me devuelve
la mirada intensamente y me suplica sin palabras que la saque de aquí. Ni
siquiera es capaz de odiarme en este momento y yo a ella tampoco. No la odio.
Sé que es una buena persona y que no tuvo la culpa de nada, pero no puedo
impedirlo. Ella no es más que una ficha del tablero de ajedrez, solo que ella,
sin saberlo, es la pieza clave. Cuando tenga todo lo que me pertenece por
derecho le contaré toda la verdad. Entonces le diré quién soy, antes no, se
podría ir todo al traste y no he llegado hasta aquí para tirarlo todo por la
borda. Por eso aparto la mirada hacia la pared de cristal que da a la calle.
Necesito serenarme de nuevo, no puedo perder la calma que recuperé hace unos
instantes en el baño. Tengo que hacerlo bien, me repito. “Jon, no puedes
fallar, estás aquí, tienes que hacerlo bien”. “No te dejes guiar por tus
sentimientos”. “Recuerda el pasado Jon, se lo debes a ellos y a Mónica, se lo
debes a tus recuerdos”. “Quienes te arrebataron todo se merecen tu venganza
Jon, ella es la única manera de vengarte”.
Cuando hacen daño a los que quieres preferirías ser tú
quien lo sufriera y eso genera dolor, rabia, impotencia... La única forma que
tengo de devolver parte del dolor que me ha causado la familia Norton es a
través de Laura, solo que, aunque me cueste reconocerlo, yo también sufro. No
me importa, me iría gustosamente al más horrible de los infiernos con tal de
arrastrar conmigo a esa familia. Fueron ellos quienes me quitaron todo. Me
despojaron de una vida tranquila, feliz junto a mi familia y mi novia; me
arrojaron a soledad, miseria y humillación. Justo cuando estaba empezando la
mejor época de mi vida me arrebataron todo de la peor manera, sin avisar. No
tuve tiempo de despedirme de ellos, de decirles que les quería, que les quiero,
que fueron los mejores padres y la mejor pareja. No pude pedirles perdón por
mis errores. No pude darles el último abrazo, el último beso. Me los
arrebataron de un plumazo como si la vida de las personas no valiera nada, como
si las personas no fueran importantes.
Me dejaron solo y todo, ¿por qué? ¿Para qué?... Me
hago estas preguntas sin acertar a saber cuáles son las respuestas y eso es lo
que más me duele. La incomprensión, las plegarias a un dios que no escucha, que
ayuda a quien no la necesita, que castiga al débil y al que no tiene nada.
Recuerdo la impotencia que sentí durante los años que estuve viviendo entre
cartones por no poder cambiar nada. Trataba de no recordar un pasado feliz, eso
dolía aún más y tenía que sobrevivir entre gente de la peor calaña, pero los
recuerdos volvían de improviso en el peor de los momentos. Momentos que ya
nunca más volverán, que no se repetirán, ni entonces ni ahora, por eso estoy
aquí. Nunca, jamás el dolor que cause en la familia Norton será suficiente.
Un sábado de enero de 2012
LAURA
Hoy, como los anteriores sábados, he vuelto a venir
por la esquina de Jon. Durante toda la semana me repito una y otra vez “Laura,
el sábado no vas a ir por la esquina. No se te ha perdido nada, no le conoces y
puede meterte en problemas”, pero cuando llega el jueves empiezo a flaquear y
el viernes hablo frente al espejo repitiéndome que voy porque me parece
simplemente buen chico y que en cualquier momento podría dejar de verle sin
problema, y el sábado por la mañana me veo enfrente de mi vestidor eligiendo
ropa para volver a verle. No puedo dar una explicación razonable del por qué,
pero siento la necesidad de verle cada sábado a la misma hora, las once de la
mañana.
Tardo más de diez minutos en convencer a Jon de que me
deje invitarle a tomar un café. He conseguido hacerlo diciendo de que no me
daba ninguna pena, que al fin y al cabo no le conozco de nada y que es porque
me apetece un café y me da corte tomármelo sola en la cafetería. Cuando se
levanta de la acera deja sus escasas pertenencias para evitar que le quiten el
sitio. Solo puede estar fuera diez minutos, ni un minuto más. Accedo, al fin y
al cabo “me da mucha vergüenza tomar un café sola”. Subimos por la calle Goya,
que poco a poco se va llenando de gente y va recuperando su pulso normal,
entramos en una cafetería que hace esquina: abre la puerta y me deja pasar
primero. No me importa quién me pueda verme aquí con él. Es un mendigo, sí,
pero seguro que es una buena persona, y si está viviendo en la calle, es porque
algo muy grave le habrá ocurrido.
Nos dirigimos hacia la barra y pido dos cafés y un
cruasán. Le digo que vaya cogiendo mesa, no sin antes preguntarle.
—¿Qué mermelada prefieres fresa o de melocotón?
—Melocotón —contesta mientras se sienta.
—Vale —pago y cojo los dos cafés que dejo con cuidado
en la mesa y vuelvo a por el plato con el cruasán, cuatro paquetitos de
mermelada y cuatro de mantequilla. Me siento enfrente de él de cara a la
ventana. Pienso que seguramente no habrá desayunado todavía y no voy a
preguntarle, pero mi filtro cerebro-boca falla y me oigo preguntar:
—¿Habías desayunado ya?
—No —confiesa—. Me he despertado un poco más tarde de
lo normal.
—Vaya... —digo sin saber muy bien qué decir, pero mi
boca chancla vuelve a aparecer y pregunto
—¿Y eso?
—¡Qué rico está todo! —cambia de tema.
—Me alegro de que te guste —sonrío sincera.
—Gracias. De verdad, no tendrías que haberte
molestado. Me he fijado que vienes mucho por la esquina en la que estoy, ¿vives
por aquí? —me sorprende que sea tan directo y que se haya fijado en mi rutina
de mis últimos sábados. Me siento un poco intimidada, apenas le conozco no
quiero darle mucha información, pero no puedo no responder.
—Sí —miento. El desayuno y la residencia de cada uno
no son temas cómodos para hablar. La realidad es que aunque mis padres y
también gran parte de la gente que conozco viven en este barrio, yo vivo en las
afueras. Desde la segunda vez que le vi he adoptado una nueva costumbre, la de
venir a ver a mis padres todos los sábados para pasar por su esquina y darle
dinero. Lo cual es absurdo ya que veo a mi padre todos los días en el trabajo,
con mi madre y mi hermana quedo de vez en cuando para ir a un spa o
cualquier nueva actividad que podamos hacer juntas.
—Vivo por esta zona, los sábados por la mañana tanto
en verano como en invierno suelo ir a dar una vuelta al Retiro y después me
suelo sentar debajo de un árbol a leer hasta la hora de comer —improviso una
excusa tan elaborada que hasta casi me la creo yo también si no fuera porque es
mentira. Es cierto que me gusta leer, pero en casa debajo de una manta frente a
la chimenea con calcetines gordos y con una luz indirecta que ilumine el libro.
—Pero, ¿no hace mucho frío para que lo hagas también
en esta época?
—Sí, pero como ves —señalo el abrigo que he dejado en
la silla de al lado de la que estoy sentada, voy bien abrigada y además
necesito que el sol me dé en la cara, me carga las pilas.
—Entiendo —termina de tomar el café en silencio. Somos
dos desconocidos que no tenemos nada que contarnos, así que aprovecho este
instante de tranquilidad para pensar. Me fijo en que la cafetería poco a poco
se ha ido llenando. Van pasando los escasos minutos sin darnos cuenta.
Me sorprende cuando interrumpe el silencio y me
confiesa que se resistió tanto porque no quiere dar pena a los demás. Supongo
que debe ser un mecanismo de autodefensa que tiene quien ha sufrido mucho. Me
doy cuenta de que estoy conjeturando demasiado cuando apenas le conozco. Jon me
confirma que mi intuición es cierta. No quería que le invitara a un café porque
la lástima es el peor de los sentimientos que se puede generar en alguien.
Cuando se está en su situación y se llega a ese punto la persona deja de ser
autónoma y se convierte en un ser sin vida, sin personalidad propia. Cuando no
se tiene nada, lo único que queda es el orgullo. Puede que tenga razón, tengo
que madurar más esa idea.
—Bueno, Laura —interrumpe mis pensamientos que de
nuevo han empezado a divagar—, muchas gracias por el café y el bollo, pero no
quiero robarte más tiempo de tu lectura de sábado. Yo ya debería volver a mi
esquina si no quiero que me quiten el sitio. Aunque no lo creas has hecho mucho
más por mí que mucha gente. Hasta otro día.
—Hasta luego —contesto mientras extiendo la mano muy
profesional y me da la suya.
Algo pasa, me mira a los ojos y siento un escalofrío,
no de miedo, sino de placer. Su mirada es intensa, perturbadora, abrasadora,
siento una breve conexión que sin duda no seré capaz de olvidar. Él es el
primero en recuperar algo de cordura y aparta su mano de la mía mientras yo
comienzo a sentirme fuera de lugar. Ahora no sé si ha sido tan buena idea
invitarle a tomar un café, hace diez minutos no contaba con que sucediera esto.
Tras el momento de confusión que creo que él también ha sentido, lo veo salir
por la puerta de la cafetería. Algunos clientes me miran confusos y los
camareros me lanzan miradas curiosas de manera mal disimulada. No me importa lo
que puedan pensar, no tengo nada que ocultar, más bien ellos deberían sentir
vergüenza por no hacer algo que yo sí he hecho y que si él acepta repetiremos
la semana que viene aunque todavía no sea capaz de identificar lo que acaba de
pasar hace un momento. Ya no tengo dudas, volveré el próximo sábado por su
esquina para invitarle a un café, otra vez aparentaré y diré a mis padres que
vengo a recoger los tuppers para toda la semana porque mi madre cocina
mejor que yo. De nuevo vendré y haré lo mismo.
De la sala al
calabozo, marzo de 2015
JON
—Tenemos que ir pasando a la sala —me dice Berta.
—Sí, vamos, detrás de ti —hago un gesto galante con la
mano.
—Gracias —pasa por delante de mí con una sonrisa
triunfante cuando roza de manera nada casual mi entrepierna.
—¿Dónde me siento?
—Te tienes que sentar en la fila de asientos situada
frente al estrado, yo lo haré a la derecha de la mesa central, y la procuradora
a mi izquierda.
—Muy bien.
Las filas de asientos están divididas por un pasillo,
me siento en la primera fila y al otro lado de la sala veo a Laura sentada en
la última fila en el asiento que está pegado a la pared. Esta vez, me permito
recorrerla de arriba a abajo con la mirada y me fijo en su ropa, va vestida
entera de negro. El jersey le marca sus voluminosos pechos, no lleva ni una
gota de maquillaje y aun así, estando ojerosa, está muy guapa. Sus preciosos
ojos azules brillan, pero no de felicidad sino de haber llorado hace muy poco
tiempo. Su madre y su amiga están con ella tratando de animarla de manera
inútil. Parece como si Laura estuviera en un funeral y en cierto modo es así,
estamos asistiendo al funeral de nuestro matrimonio. Vamos a ser testigos del
fin lento y doloroso de nuestra vida común. Yo me he propuesto desplumarla,
quitarle todo, no quiero que tenga un solo euro tras nuestro divorcio. Cuando
me ven que las estoy observando, sonrío socarronamente y hago un gesto de
saludo con la mano. Sé que eso ha dolido. Un gesto tan infame que ha ido a
darle donde más duele. Soy un maldito mal nacido.