Muestra gratuita Ojalá no fueras tú

7.3.16


Buenos noches.


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Prólogo



Érase una vez, en un pueblo de montaña de cuyo nombre prefiero no revelar, una mujer aún en pijama y con lagañas en los ojos se sentaba en un sillón al lado del ventanal y con una libreta en la mano se disponía a contar una historia.
Bueno, estoy por tachar el primer párrafo, así no se empieza un prólogo ¿o sí? Al fin y al cabo lo que tienes entre manos es un libro, un cuento y ya no solo por la historia que relata, sino el proceso de la misma autora hasta llegar aquí.

A Bea la conocí a través de su blog, la pasión por la romántica nos unió y poco a poco nos fuimos conociendo, estrechando el cerco hasta llegar a este punto donde día a día vamos escribiendo, compartiendo y aprendiendo juntas.
Tengo la suerte de haber vivido el nacimiento de esta historia desde que era tan solo un esbozo; de esta escritora cuando solo era un sueño, una ilusión. Todo este proceso me ha hecho revivir momentos que son inolvidables y que, cuando eres la protagonista, los nervios hacen que no puedas vivirlos al cien por cien. Por eso desde aquí le doy las gracias a Bea por dejarme participar en todo el proceso y disfrutar al máximo que la perspectiva y la antigüedad otorga. Los nervios, esa ilusión mezclada con el canguelo de si realmente juntas solo palabras o llegas a trasmitir todo lo que deseas.
Encontrarnos en Barcelona después de meses y verla emocionada perdida al tener ya todas las piezas del puzzle. El rompecabezas de la trama.
La ilusión, el miedo, la incertidumbre… el leer y releer.
El subidón al poner la palabra fin.
Los nervios esperando las respuestas de los lectores cero.
Dudar de lo escrito, modificar, corregir y volver a escribir.
El comecocos de la autopublicación.
Hasta el calvario de encontrar la imagen perfecta para la portada.

Me queda hablaros un poco de Ojalá no fueras tú, pero esta esta historia de amor esconde tanto en su interior que me da miedo chivarme de algo sin darme cuenta. Trata de segundas oportunidades, de cómo el odio puede cegar y de cómo el amor puede hacer desvanecer esa ira.
De querer vivir la vida y no solo contemplarla de lejos.
De creer en los dictados del corazón y no dejarse llevar por prejuicios.
De ambiciones y luchas de poder.
De problemas del mundo, de sobrevivir versus consumismo.
Y ya no os digo más porque sé que al final acabarás peleando con Jon y enamorándote como Laura.

Espero no haberme alargado mucho, ya solo queda despedirme.

A ti lector decirte que disfrutes de esta novela como si fuera un bombón, a mordiscos pequeños para que se disuelva lentamente en el paladar.

A Bea, nunca tendré palabras suficientes para agradecerte tu apoyo en mis principios como escritora. Te deseo una aventura literaria con muchísimos “fin” y todos ellos llenos de éxito. Gracias por dejarme formar parte de esta experiencia tan especial.

Un abrazo enorme. Nos leemos.

Pueblo de montaña, domingo por la mañana.
Dona Ter








1


Marzo de 2015

LAURA

Mi habitación es un lugar frío, inhóspito, solitario, cruel... Y todo porque él ya no está, se fue sin decir nada, sin dar más explicaciones que una burda excusa de un viaje de trabajo que tenía que hacer. Era mentira, lo supe en cuanto me lo dijo, mis peores presagios se confirmaron cuando leí la nota que dejó encima de la mesa de la cocina antes de marcharse. Apenas unas líneas.
“Laura, quiero el divorcio. No me llames, no me busques, no te pongas en contacto conmigo, nos vemos en el juicio”.

Ésa fue toda su explicación. Casi tres años de relación acababan de un plumazo con una nota rápida, el armario sin su ropa y mi corazón hecho trizas. El final de una historia que comenzó un sábado de primeros de octubre del otoño de 2011. Hacía un día helador, con un viento muy molesto y el cielo amenazaba lluvia de un momento a otro. Era uno de esos sábados por la mañana en los se respira un ambiente perezoso hasta bien entrado el medio día en los que parece que hasta a los pájaros les da pereza volar del frío que hace. La calle estaba despejada, las tiendas sin gente y el pulso siempre frenético de Madrid estaba detenido.
El reloj marcaba las once de la mañana cuando iba de compras por la calle Serrano. Aunque no era lo más habitual en mí (ir por la mañana de compras), ese día era una excepción. Me lo merecía después de que las negociaciones con los clientes americanos hubieran ido muy bien y que, gracias al trabajo que habíamos realizado en mi departamento, la empresa fuera a conseguir un importante contrato que iba a traer unos cuantos ceros a la cuenta de resultados. Por eso, darme un capricho era lo menos que podía hacer. A pesar de la hora que era, ya había entrado en las tiendas más exclusivas de la capital: Chanel, Versace, Guess y Hoss Intropia... Unas botas altas con el bolso a juego escandalosamente caros habían sido mi recompensa. Al salir de una de las tiendas vi en una esquina un chico de más o menos mi edad (veintiséis le calculaba) sentado en la acera, con la mirada fija en el suelo y un sombrero enfrente para pedir limosna. Vestía ropa vieja, barba larga y parecía que llevaba varios días sin ducharse. Para no sentirme mal después de todo el dinero que me había gastado, saqué del monedero unas monedas y se las di.
Pasó bastante tiempo, calculo que un par de meses, hasta que volví a ir de compras. Al pasar por aquella esquina y mirar hacia un lado, recordé que era el mismo chico de entonces y le volví a dar dinero. Como esta vez no tenía monedas dejé en su sombrero un billete de diez euros. Una limosna muy generosa, pero con mi sueldo me lo podía permitir.
Volví el siguiente sábado y el siguiente del siguiente, y el siguiente del siguiente del siguiente. No sé por qué, pero había algo que me impulsaba a ir cada sábado por esa misma esquina y que se repitiera la misma escena: pasaba con apariencia despreocupada, me paraba enfrente de él, abría la cartera y le daba dinero. Unas veces más, otras menos, pero nunca menos de la cantidad que le di el segundo día. No oía un gracias, tampoco me miraba, parecía como si no existiera... Después de pasar cuatro sábados seguidos por el mismo lugar repitiendo exactamente los mismos movimientos, ya empezaba a estar molesta con ese chico. Hasta que por fin, el cuarto sábado que pasé, algo cambió. Escuché un débil gracias y le miré en el mismo momento que levantaba la cabeza hacia a mí y vi unos profundos ojos grises. No sé qué pasó, cuando lo hice, noté como si el tiempo se parara, dejó de hacer frío, el viento gélido amainó, e incluso creí ver como se abría un claro en cielo. Su mirada era la de alguien derrotado, pero que se mantenía orgulloso, altivo. Solo fui capaz de murmurar un tímido “de nada”, aunque después de decirlo empecé a sentirme incómoda. Una parte de mí quería seguir hablando con él, pero la otra no se atrevía. Sonreí débilmente y me despedí con la mano como si fuera una niña pequeña que saluda a un desconocido desde el coche de su padre.

De nuevo al siguiente sábado volví a pasar por la misma esquina: abrí la cartera, algo más insegura que las anteriores ocasiones, cogí el billete y me agaché ‒era una novedad‒, lo dejé suavemente dentro del sombrero, lo que me permitió verle más de cerca.
—Hola —dije.
—Hola. Gracias por el dinero.
—De nada. No es ninguna molestia — sin saber muy bien cómo me di cuenta de que le estaba tendiendo mi mano—. Me llamo Laura.
—Hola Laura —respondió él. ¿Es que no pensaba decirme nada? Me pregunté molesta.
—¿Y tú eres…?
—¿De verdad le interesa mi nombre, señorita? —preguntó el rostro sin nombre.
—¡Claro! Si no, no estaría preguntándotelo.
—Mi nombre es Jon.

Una voz me saca de mis recuerdos. Eran tan reales que porque sé que ocurrieron hace mucho tiempo, sino diría que estaban ocurriendo frente a mis ojos.
—Laura, ¿estás lista? —me pregunta mi madre, Natalia.
—Sí —respondo algo confundida.
—Vamos, que Roberto nos está esperando en el coche —coge mi mano y le agarra de su brazo—, ¿nerviosa?
—Un poco —reconozco.
—Tranquila, todo irá bien.
—Eso espero.
—Confía... —esbozo una sonrisa inquieta.






Lunes, 10 de marzo del 2015


JON

—Mañana es el día, ¿estás seguro? Todavía puedes dar marcha atrás. Piénsatelo bien, que te vas a arrepentir...
—No empieces de nuevo, la decisión está tomada, ya lo sabes.
—Ayer me dejaste muy preocupado, tenías muy mal aspecto.
—Tranquilo, estoy bien.
—De acuerdo, no insisto más. Te deseo suerte y cuídate mucho.
—Gracias, te llamo cuando salga.
—La esperaré. Un abrazo.
Cuelgo el teléfono.

Estoy en la habitación de mi apartamento. Me arreglo la corbata enfrente del espejo que hay al lado del armario. Me fijo en mi aspecto, el traje caro me sienta muy bien. Me acabo de afeitar y llevo mi pelo negro engominado hacia atrás, lo tengo bastante largo, me llega hasta casi los hombros.
No soy amigo de las cremas así que me he tenido que duchar con agua helada para quitarme el cansancio y tener un aspecto más saludable. Todo para tratar de disimular que llevo días comiendo mal y que apenas duermo desde hace una semana. Hoy más que nunca tengo que dar buena imagen.
Tengo una mezcla de sensaciones contradictorias. Por momentos estoy contento, feliz de que haya llegado este día y en otros siento que me muero por dentro. Las mentiras, el pasado y las circunstancias fueron demasiado. Yo fui demasiado.

Detrás de esta apariencia de hombre decidido que refleja el espejo, no puedo evitar sentir que algo no encaja. Aunque con el día de hoy se cierra una etapa y por fin mis muertos podrán descansar en paz, me siento más vacío que nunca, ni siquiera cuando ahogaba mis penas en alcohol me sentía como hoy. Debería estar feliz, pero algo me dice que pare todo esto, que todavía puede que exista la posibilidad de arreglarlo de otra manera. No paro de preguntarme: ¿de verdad ha merecido la pena? ¿Estoy haciendo lo correcto? Creo que últimamente he visto demasiado a Gregorio, ha hecho que empiece a tener dudas absurdas. Necesito desechar esos pensamientos, no me llevan a nada.

Me repito una y otra vez que es porque por fin se hace justicia. Prefiero arrepentirme de lo que hago por la memoria de mis muertos que lo que dejo de hacer por los vivos. Hace muchos años que estoy muerto en vida. Soy un espectro. He esperado desde hace mucho tiempo este día y no se pueden ir al traste por las dudas de última hora. Hoy por fin se ajustarán las cuentas, aunque sé que nunca ocurrirá nada que satisfaga insaciable sed de venganza. No puedo parar. No voy a parar. Prefiero morir haciendo justicia que vivir dejando que gane el Mal. Algún ingenuo podría decirme que yo no estoy capacitado para decir qué está bien y qué está mal, pero ese infeliz no sería capaz ni siquiera de imaginar lo que sentí con sus muertes y la de Mónica... Ellos son la razón por la que he llegado hasta aquí, hasta casi rozar la victoria con los dedos, y ahora, más que nunca no puedo fallarles. No puedo fallarme.

Me miro otra vez en el espejo y repaso un mechón que no ha terminado de quedar bien peinado, cuando estoy satisfecho con el resultado, salgo de la habitación y voy a la cocina. No tengo hambre, pero aún así me obligo a tomar un café que consiga terminar de despertarme. He quedado con Berta, mi abogada, a las ocho de la mañana en una cafetería cercana a los juzgados de Plaza de Castilla. Dice que es lo recomendable en estos casos. Tenemos que repasar mi declaración y ensayar una vez más las respuestas que cree que me hará el abogado de la otra parte.

Cuando llego al local media hora más tarde la veo de pie al fondo de la barra con una taza de café en la mano mientras lee el periódico del día. Está tan distraída que no se ha dado cuenta de que estoy a pocos pasos de ella. Es una mujer bastante atractiva, de complexión delgada, tiene el pelo corto y no es demasiado alta. Cuando me ve, cierra el periódico y deja la taza en el platillo que hay encima de la barra. Nos saludamos con dos besos. Está nerviosa y trato de tranquilizarla, haré todo bien. Me mostraré como el marido deshecho que ha tenido que presentar una demanda de divorcio porque ya no soporta más a la loca de su mujer.

Las directrices son sencillas: ser correcto, no faltar el respeto al tribunal y tampoco al resto de presentes en la sala, mostrarme abatido y ser condescendiente sin que se me note. Respiro hondo, yergo la espalda, levanto la cabeza y pongo mi mirada de triunfador. Yo puedo hacerlo, voy a hacerlo. Salgo con fuerzas renovadas de la cafetería, más seguro que nunca de lo que voy a hacer.

Después de unos minutos de callejear, llegamos a la puerta de nuestro destino, el juzgado. Hombres y mujeres que entran y salen del edificio en una locura controlada. Unos muy seguros de sí mismos van con prisa con sus clientes tratando de seguir su paso frenético. Dentro, la escena es diferente, mientras espero en la cola para pasar el control de policía me fijo que hay otros muchos abogados mucho más inseguros. Ésos mismos van de un lado para otro preguntando a unos y a otros, e incluso a veces dan vueltas en círculos. Me dan lástima, seguro que se enfrentan a su primer juicio o son becarios. Ellos solos se han metido en un océano lleno de tiburones, sin todavía ser capaces de mantenerse a flote, que así es como me imagino a los abogados.

Me quito el cinturón y dejo el maletín encima de la cinta de rayos X para pasar el control de seguridad. Veo a Berta en el otro lado que ya se ha puesto la toga, llego hasta su lado y la sigo, vamos en silencio. Subimos hasta la primera planta por las escaleras, giramos a la derecha y nos paramos enfrente de la puerta donde se va a celebrar el juicio. Hemos llegado con bastante tiempo de antelación. Berta dice que le gusta llegar antes que la parte contraria, a los jueces les agrada la puntualidad. Presentarse el primero en un juicio es como el que en una pelea da el primer golpe, ya le podrán tumbar en el suelo, pero el primer impacto lo ha dado él.

A los diez minutos veo aparecer a la que todavía es mi mujer, acompañada por su madre Natalia y por su amiga Patricia de la que va agarrada de su brazo. Por su actitud veo que Laura está inquieta, se siente fuera de lugar, extraña. No es para menos, yo me encuentro exactamente igual que ella. La conozco y sé que si pudiera huir lo haría, hay una pequeña parte de mí que también desearía hacerlo.
Detrás de ellas se acercan un hombre y una mujer que llevan puesta la toga. Ahora que están más cerca y que están a punto de entrar en la sala, reconozco al hombre, es Roberto, un amigo de Laura que durante un tiempo también lo fue mío, en concreto hasta que le pedí el divorcio. Ella le pidió ayuda, mi falta de explicaciones y evasivas fueron determinantes para que él al igual que todos los demás, se alejaran de mí.  A la mujer que también lleva toga no la reconozco, Berta me dice que es la procuradora.
Laura, se quita las gafas de sol y veo que tiene los ojos rojos, la nariz hinchada y la cara descompuesta. Me mira y trata de reprimir las lágrimas con un clínex que lleva arrugado en la mano. No quiero, no debo, no está bien, una cosa es imaginar este momento y otra cosa vivirlo. Estoy en un callejón sin salida, por un lado sé que estoy haciendo lo que tengo que hacer, pero a la vez hay algo dentro de mí que se rompe y me aprisiona el pecho. No quiero mirar, pero a la vez no puedo dejar de hacerlo, yo soy el único responsable de esas lágrimas, del dolor que le estoy causando. No aguanto más, como siga más tiempo aquí voy a acabar flaqueando y soy capaz de cometer cualquier tontería. Decido ir al baño, me encierro en una cabina y me permito un momento de debilidad. Lloro, lloro como no lo hacía desde hace años, esta angustia me puede, me quema por dentro. Si realmente pudiera hacer lo que quiero hacer, si las circunstancias fueran otras, saldría de aquí e iría al pasillo, me cargaría a Laura al hombro y saldría huyendo con ella del juzgado. Secaría beso a beso esas lágrimas y las transformaría en lágrimas de felicidad, sé que me ama, sé que a pesar de todo lo sigue haciendo.
Descarto el pensamiento, no va a suceder, sé que no lo voy a hacer. Quito el pestillo, cojo un poco de papel higiénico y me lo guardo en el bolsillo del pantalón del traje. Me lavo la cara por, ¿cuánto? ¿Cuarta vez en esta mañana? Ya he perdido la cuenta la de veces que he tenido que refrescarme así  para tratar de apartar pensamientos que hoy no debo tener, me seco y me dispongo a salir de nuevo al pasillo, cuando la puerta se abre de repente veo que es Roberto, no me dice nada, pero su mirada lo dice todo… y no es para menos.
Cuando salgo del baño veo a Berta, que está esperándome en el pasillo nerviosa, tiene miedo de que algo salga mal. El recuerdo de hace dos noches la perturba, sabe que tiene una responsabilidad mayor, no solo se juega el puesto como mi abogada, también se juega el de mi cama. No hay margen de error. Tiene que salir todo perfecto. No me conformaré con menos. Si sale algo mal, será solo culpa suya. Soy el cliente, y por lo tanto siempre tengo la razón. Yo pago por resultados, no por servicios. Si me diesen igual podría haber llamado a cualquier abogado de barrio con una minuta modesta y no a uno de los mejores despachos de Madrid. Tengo dinero, puedo permitírmelo.
Se acerca disimuladamente a mí y me toca el pecho con la mano mientras me mira con los ojos cargados de deseo. En mí solo encuentra unos músculos duros y fríos. No siento nada por ella, no siento nada por ninguna otra mujer que no sea la que tengo enfrente de mí completamente desecha, y ni siquiera a ella la amo. Me repito una y otra vez que solo amé una vez y fue a Mónica, mi novia de la universidad. Me reitero como un mantra que con mi casi ex-mujer sí he sentido atracción, lujuria, pasión, pero no amor. Aún así no puedo evitar sentirme como el cerdo que soy.
Aparto disimuladamente la mano de mi abogada de mi pecho y pongo distancia con ella. No quiero que Laura, la única mujer que realmente me importa en este juzgado piense que no sé estar en una situación como ésta. Bastante tengo con que piense que quienes le advirtieron sobre mí tenían razón. Intenté apartarlos de mi camino, pero no pude hacerlo del todo. Aún así ella se fió de mí, creyó en mi palabra tanto que llegó a casarse conmigo a pesar de que su entorno era reticente a ello. Estoy seguro de que para ella el día de nuestra boda fue el más feliz de su vida; para mí también, pero por motivos muy distintos. Por eso, no quiero que ella vea ningún tipo de coqueteo entre Berta y yo para no añadir uno más a mi lista interminable de pecados. Es tan larga que cualquier persona normal necesitaría varias vidas para cometerlos todos, a mí poco menos de tres años me ha bastado.
La miro de nuevo, está algo más calmada. Me devuelve la mirada intensamente y me suplica sin palabras que la saque de aquí. Ni siquiera es capaz de odiarme en este momento y yo a ella tampoco. No la odio. Sé que es una buena persona y que no tuvo la culpa de nada, pero no puedo impedirlo. Ella no es más que una ficha del tablero de ajedrez, solo que ella, sin saberlo, es la pieza clave. Cuando tenga todo lo que me pertenece por derecho le contaré toda la verdad. Entonces le diré quién soy, antes no, se podría ir todo al traste y no he llegado hasta aquí para tirarlo todo por la borda. Por eso aparto la mirada hacia la pared de cristal que da a la calle. Necesito serenarme de nuevo, no puedo perder la calma que recuperé hace unos instantes en el baño. Tengo que hacerlo bien, me repito. “Jon, no puedes fallar, estás aquí, tienes que hacerlo bien”. “No te dejes guiar por tus sentimientos”. “Recuerda el pasado Jon, se lo debes a ellos y a Mónica, se lo debes a tus recuerdos”. “Quienes te arrebataron todo se merecen tu venganza Jon, ella es la única manera de vengarte”.
Cuando hacen daño a los que quieres preferirías ser tú quien lo sufriera y eso genera dolor, rabia, impotencia... La única forma que tengo de devolver parte del dolor que me ha causado la familia Norton es a través de Laura, solo que, aunque me cueste reconocerlo, yo también sufro. No me importa, me iría gustosamente al más horrible de los infiernos con tal de arrastrar conmigo a esa familia. Fueron ellos quienes me quitaron todo. Me despojaron de una vida tranquila, feliz junto a mi familia y mi novia; me arrojaron a soledad, miseria y humillación. Justo cuando estaba empezando la mejor época de mi vida me arrebataron todo de la peor manera, sin avisar. No tuve tiempo de despedirme de ellos, de decirles que les quería, que les quiero, que fueron los mejores padres y la mejor pareja. No pude pedirles perdón por mis errores. No pude darles el último abrazo, el último beso. Me los arrebataron de un plumazo como si la vida de las personas no valiera nada, como si las personas no fueran importantes.
Me dejaron solo y todo, ¿por qué? ¿Para qué?... Me hago estas preguntas sin acertar a saber cuáles son las respuestas y eso es lo que más me duele. La incomprensión, las plegarias a un dios que no escucha, que ayuda a quien no la necesita, que castiga al débil y al que no tiene nada. Recuerdo la impotencia que sentí durante los años que estuve viviendo entre cartones por no poder cambiar nada. Trataba de no recordar un pasado feliz, eso dolía aún más y tenía que sobrevivir entre gente de la peor calaña, pero los recuerdos volvían de improviso en el peor de los momentos. Momentos que ya nunca más volverán, que no se repetirán, ni entonces ni ahora, por eso estoy aquí. Nunca, jamás el dolor que cause en la familia Norton será suficiente.





2


Un sábado de enero de 2012

LAURA

Hoy, como los anteriores sábados, he vuelto a venir por la esquina de Jon. Durante toda la semana me repito una y otra vez “Laura, el sábado no vas a ir por la esquina. No se te ha perdido nada, no le conoces y puede meterte en problemas”, pero cuando llega el jueves empiezo a flaquear y el viernes hablo frente al espejo repitiéndome que voy porque me parece simplemente buen chico y que en cualquier momento podría dejar de verle sin problema, y el sábado por la mañana me veo enfrente de mi vestidor eligiendo ropa para volver a verle. No puedo dar una explicación razonable del por qué, pero siento la necesidad de verle cada sábado a la misma hora, las once de la mañana.
Tardo más de diez minutos en convencer a Jon de que me deje invitarle a tomar un café. He conseguido hacerlo diciendo de que no me daba ninguna pena, que al fin y al cabo no le conozco de nada y que es porque me apetece un café y me da corte tomármelo sola en la cafetería. Cuando se levanta de la acera deja sus escasas pertenencias para evitar que le quiten el sitio. Solo puede estar fuera diez minutos, ni un minuto más. Accedo, al fin y al cabo “me da mucha vergüenza tomar un café sola”. Subimos por la calle Goya, que poco a poco se va llenando de gente y va recuperando su pulso normal, entramos en una cafetería que hace esquina: abre la puerta y me deja pasar primero. No me importa quién me pueda verme aquí con él. Es un mendigo, sí, pero seguro que es una buena persona, y si está viviendo en la calle, es porque algo muy grave le habrá ocurrido.
Nos dirigimos hacia la barra y pido dos cafés y un cruasán. Le digo que vaya cogiendo mesa, no sin antes preguntarle.
—¿Qué mermelada prefieres fresa o de melocotón?
—Melocotón —contesta mientras se sienta.
—Vale —pago y cojo los dos cafés que dejo con cuidado en la mesa y vuelvo a por el plato con el cruasán, cuatro paquetitos de mermelada y cuatro de mantequilla. Me siento enfrente de él de cara a la ventana. Pienso que seguramente no habrá desayunado todavía y no voy a preguntarle, pero mi filtro cerebro-boca falla y me oigo preguntar:
—¿Habías desayunado ya?
—No —confiesa—. Me he despertado un poco más tarde de lo normal.
—Vaya... —digo sin saber muy bien qué decir, pero mi boca chancla vuelve a aparecer y pregunto
—¿Y eso?
—¡Qué rico está todo! —cambia de tema.
—Me alegro de que te guste —sonrío sincera.
—Gracias. De verdad, no tendrías que haberte molestado. Me he fijado que vienes mucho por la esquina en la que estoy, ¿vives por aquí? —me sorprende que sea tan directo y que se haya fijado en mi rutina de mis últimos sábados. Me siento un poco intimidada, apenas le conozco no quiero darle mucha información, pero no puedo no responder.
—Sí —miento. El desayuno y la residencia de cada uno no son temas cómodos para hablar. La realidad es que aunque mis padres y también gran parte de la gente que conozco viven en este barrio, yo vivo en las afueras. Desde la segunda vez que le vi he adoptado una nueva costumbre, la de venir a ver a mis padres todos los sábados para pasar por su esquina y darle dinero. Lo cual es absurdo ya que veo a mi padre todos los días en el trabajo, con mi madre y mi hermana quedo de vez en cuando para ir a un spa o cualquier nueva actividad que podamos hacer juntas.
—Vivo por esta zona, los sábados por la mañana tanto en verano como en invierno suelo ir a dar una vuelta al Retiro y después me suelo sentar debajo de un árbol a leer hasta la hora de comer —improviso una excusa tan elaborada que hasta casi me la creo yo también si no fuera porque es mentira. Es cierto que me gusta leer, pero en casa debajo de una manta frente a la chimenea con calcetines gordos y con una luz indirecta que ilumine el libro.
—Pero, ¿no hace mucho frío para que lo hagas también en esta época?
—Sí, pero como ves —señalo el abrigo que he dejado en la silla de al lado de la que estoy sentada, voy bien abrigada y además necesito que el sol me dé en la cara, me carga las pilas.
—Entiendo —termina de tomar el café en silencio. Somos dos desconocidos que no tenemos nada que contarnos, así que aprovecho este instante de tranquilidad para pensar. Me fijo en que la cafetería poco a poco se ha ido llenando. Van pasando los escasos minutos sin darnos cuenta.
Me sorprende cuando interrumpe el silencio y me confiesa que se resistió tanto porque no quiere dar pena a los demás. Supongo que debe ser un mecanismo de autodefensa que tiene quien ha sufrido mucho. Me doy cuenta de que estoy conjeturando demasiado cuando apenas le conozco. Jon me confirma que mi intuición es cierta. No quería que le invitara a un café porque la lástima es el peor de los sentimientos que se puede generar en alguien. Cuando se está en su situación y se llega a ese punto la persona deja de ser autónoma y se convierte en un ser sin vida, sin personalidad propia. Cuando no se tiene nada, lo único que queda es el orgullo. Puede que tenga razón, tengo que madurar más esa idea.
—Bueno, Laura —interrumpe mis pensamientos que de nuevo han empezado a divagar—, muchas gracias por el café y el bollo, pero no quiero robarte más tiempo de tu lectura de sábado. Yo ya debería volver a mi esquina si no quiero que me quiten el sitio. Aunque no lo creas has hecho mucho más por mí que mucha gente. Hasta otro día.
—Hasta luego —contesto mientras extiendo la mano muy profesional y me da la suya.

Algo pasa, me mira a los ojos y siento un escalofrío, no de miedo, sino de placer. Su mirada es intensa, perturbadora, abrasadora, siento una breve conexión que sin duda no seré capaz de olvidar. Él es el primero en recuperar algo de cordura y aparta su mano de la mía mientras yo comienzo a sentirme fuera de lugar. Ahora no sé si ha sido tan buena idea invitarle a tomar un café, hace diez minutos no contaba con que sucediera esto. Tras el momento de confusión que creo que él también ha sentido, lo veo salir por la puerta de la cafetería. Algunos clientes me miran confusos y los camareros me lanzan miradas curiosas de manera mal disimulada. No me importa lo que puedan pensar, no tengo nada que ocultar, más bien ellos deberían sentir vergüenza por no hacer algo que yo sí he hecho y que si él acepta repetiremos la semana que viene aunque todavía no sea capaz de identificar lo que acaba de pasar hace un momento. Ya no tengo dudas, volveré el próximo sábado por su esquina para invitarle a un café, otra vez aparentaré y diré a mis padres que vengo a recoger los tuppers para toda la semana porque mi madre cocina mejor que yo. De nuevo vendré y haré lo mismo.




De la sala al calabozo, marzo de 2015


JON

—Tenemos que ir pasando a la sala —me dice Berta.
—Sí, vamos, detrás de ti —hago un gesto galante con la mano.
—Gracias —pasa por delante de mí con una sonrisa triunfante cuando roza de manera nada casual mi entrepierna.
—¿Dónde me siento?
—Te tienes que sentar en la fila de asientos situada frente al estrado, yo lo haré a la derecha de la mesa central, y la procuradora a mi izquierda.
—Muy bien.

Las filas de asientos están divididas por un pasillo, me siento en la primera fila y al otro lado de la sala veo a Laura sentada en la última fila en el asiento que está pegado a la pared. Esta vez, me permito recorrerla de arriba a abajo con la mirada y me fijo en su ropa, va vestida entera de negro. El jersey le marca sus voluminosos pechos, no lleva ni una gota de maquillaje y aun así, estando ojerosa, está muy guapa. Sus preciosos ojos azules brillan, pero no de felicidad sino de haber llorado hace muy poco tiempo. Su madre y su amiga están con ella tratando de animarla de manera inútil. Parece como si Laura estuviera en un funeral y en cierto modo es así, estamos asistiendo al funeral de nuestro matrimonio. Vamos a ser testigos del fin lento y doloroso de nuestra vida común. Yo me he propuesto desplumarla, quitarle todo, no quiero que tenga un solo euro tras nuestro divorcio. Cuando me ven que las estoy observando, sonrío socarronamente y hago un gesto de saludo con la mano. Sé que eso ha dolido. Un gesto tan infame que ha ido a darle donde más duele. Soy un maldito mal nacido.

Entran un hombre y una mujer vestidos con togas, observo que a diferencia de los abogados, las suyas llevan empuñaduras. La jueza pregunta a mi abogada y a Roberto si hay posibilidad de acuerdo. ¿Acuerdo? ¡Ja! Ni de broma. No después de todo lo que he pasado para llegar hasta aquí. He invertido demasiado tiempo, dinero y energía como para conformarme con menos de lo que merezco. Lo quiero todo, es mi derecho.
Empiezo a recordar la razón fundamental de por qué estoy aquí, por mis padres y por ella, por Mónica. Una chica preciosa morena de ojos marrones, labios carnosos, cuerpo curvilíneo y una belleza tan racial que era capaz de dar envidia a la mujer más guapa de Andalucía. La conocí en primero de carrera, formábamos parte del mismo grupo de amigos. Al principio éramos muchos y no se fijó en mí, pero a medida que el grupo iba reduciéndose nuestra amistad se fue estrechando hasta que le pedí salir. Nos pasábamos las horas muertas el uno con el otro en los intercambios de clase y también cuando quedábamos todos juntos. Me encantaba mirarla. Ver su risa, lo nerviosa que se ponía cuando le preguntaban algo en clase y a la vez lo guerrera que era fuera de las aulas. Me gustaba de ella esa doble personalidad que mostraba y me hacía gracia la manera en la que bajaba las escaleras, dando pequeños saltitos. Bonita, ése era el adjetivo que me venía una y otra vez a la mente cuando la miraba.
Salgo de mi ensimismamiento, una señora con apariencia adusta me indica que me siente en una silla solitaria que hay en medio de la sala con un micrófono delante. Roberto empieza con el interrogatorio.
—Señor Artetxe, ¿es cierto que usted ha estado viviendo con la señora Norton los dos últimos años?
—Sí, lo es.
—¿Durante cuánto tiempo han estado casados?
—Algo menos de dos años.
—¿Y quién pagaba las facturas?
—Al principio ella, mi sueldo no daba para mucho.
—¿Cuándo empezó a contribuir en la pareja?
—Cuando me ascendieron.
—O sea que la señora Norton al principio le pagó todos sus gastos...
—No, yo no he dicho eso —me enervo—. Ella pagaba más porque cobraba más.
—¿Cuándo fue la última vez que hicieron un viaje juntos?
—No lo sé con exactitud. Creo que hará como unos dos meses o así.
—¿Y no es mucha casualidad que justo después de un viaje aparentemente maravilloso decidiera pedir el divorcio?
—No porque nuestra relación ya no funcionaba desde antes.
—Las fotos que compartieron en las distintas redes sociales indican lo contrario de lo que está afirmando —Roberto muestra unas fotos nuestras donde salimos con actitud cariñosa—. ¿Se llevaban mal en esta foto?
—Sí.
—¿Y en ésta? —enseña una en la que salgo mirando con cara embelesada a Laura mientras duerme en la habitación de nuestro último viaje juntos en el hotel de Bora Bora.
—La hice porque me parecía una foto artística muy bonita. La luz, los colores marrones de los muebles...—me empiezo a tensar. He buscado la primera excusa razonable que se me ha pasado por la cabeza. No tengo ni idea de fotografía. No sé si es artística o una foto mala, simplemente la hice porque fue un impulso. Cogí la cámara, la dejé encima de una estantería y puse el temporizador. Fui corriendo hasta el otro lado de la cama, me senté sobre las rodillas y apoyé los brazos encima de la cama. Justo en el momento en el que el disparador hacía la foto estaba admirando lo guapa y frágil que parecía durmiendo la siesta abrazada a la almohada con el pelo cayéndole suavemente sobre los hombros y con la boca ligeramente abierta.
—¿Está seguro?
—Sí, no he estado más seguro de nada en toda mi vida. Nuestra relación funcionaba mal y quien diga lo contrario miente.
—Señor Artetxe —interviene la jueza—en las próximas respuestas, limítese a responder sí o no a las preguntas del abogado. No hace falta que dé detalles innecesarios.
—Disculpe, señoría.
—Aceptadas. Continúe el interrogatorio abogado.
— La señora Norton no piensa lo mismo —me provoca.
—Si la señora Norton dice eso es porque o miente o no quería ver la realidad de nuestro matrimonio.
—¿Está acusándola de mentirosa?
—Sí, eso he dicho —se oye un grito ahogado de incredulidad seguido de un “mentiroso” que oímos todos los presentes en la sala, la jueza lo pasa por alto. Es por mi culpa, estoy mintiendo.
—De acuerdo. En ese caso pido que se suspenda la vista. Necesito hablar con mi clienta.
—¿Por qué motivo abogado? —pregunta la jueza.
—Creo que las acusaciones que ha emitido el señor Artetxe sobre mi clienta son muy graves, necesito hablar con ella.
—Señoría quiero que se tenga en cuenta mi oposición—interviene Berta—. Mi cliente se refería a que cuando se fueron de viaje ya había problemas en la pareja, no que sea una mentirosa...
—Abogada —interrumpe la jueza con firmeza—, su cliente ha sido muy claro con su afirmación. No creo que haya dicho nada que no haya querido decir. Por lo tanto la suspensión de la vista ha lugar. Pueden marcharse.
Vuelvo a sentarme donde antes y veo como la mirada de Laura ha cambiado, ya no es una mirada confusa, ahora es una mirada de una mujer enfadada que quiere hacerme pagar todo el daño que le estoy haciendo. La oigo cuchichear con su madre y su amiga quienes coinciden en que no son capaces de dar crédito a lo que acaban de oír. Le reprochan a Laura no haber sido capaz de darse cuenta antes del tipejo con el que se casó y le recriminan que nunca escuchara a nadie. Ella les contesta que no es momento ni lugar para que le den el sermón y que de haberlo sabido jamás se habría parado a darme dinero el día que me conoció. Esto último lo escucho y me sorprende que lo haya dicho. No me duele porque ya contaba con que llegado este punto pudiera llegar a pensar algo así, pero escucharlo de su boca no me deja indiferente. Trato de olvidarlo y me centro en lo importante, en tratar de averiguar exactamente qué me ha ocurrido desde un punto de vista racional. Prefiero pensar que en ningún momento llegué a ser realmente feliz con Laura, y que el hecho de haber hecho una declaración tan absolutamente ridícula en el juicio ha sido por los nervios, que me han jugado una mala pasada, aunque en el fondo una parte no para de repetirme que me estoy mintiendo.
Mi mente rebelde decide recordar, sin permiso que cuando “éramos felices” y le gastaba una broma para hacerle rabiar ponía una cara similar a la que tiene ahora. No aguantaba ni dos minutos enfadada, siempre conseguía sacarle una sonrisa que ella apenas podía disimular, por alguna tontería que yo hacía, luego fingía estar durante un rato molesta y unos minutos más tarde venía a morderme. Ésa era su venganza. Nunca me hacía daño y yo siempre fingía que me lo hacía. Su reacción era un tanto infantil, pero era auténticamente de Laura y en cierto, modo especial. Ella era feliz, y yo, en esos momentos alcanzaba un punto próximo a ese mismo sentimiento. Pero hoy no, no voy a salir de aquí y decirle que todo esto era una broma.

Berta recoge los papeles de la mesa y se acerca a mí.
—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué has dicho eso? ¿Por qué te has comportado como un absoluto imbécil?
—¡No lo sé! —grito frustrado—. Me ha ofuscado el abogado. ¿Pero tú has visto cómo me miraba? ¡Quería que hiciera el ridículo!
—¡Es su trabajo, Jon! Reconozco —dice visiblemente malhumorada—, que lo hace muy bien. Es un abogado con mucha experiencia en tribunales y se nota. No sé si lo conoces, pero se llama Roberto Ares, es uno de los mejores abogados de España. Aunque lo suyo son los negocios, está claro que los divorcios no se le dan mal.
—¡Pues claro que lo conozco! Es amigo de Laura y durante un tiempo, también lo fue mío. Algo había oído de su fama, pero en vivo es un auténtico depredador de la sala. Ha conseguido ponerme nervioso hasta el punto que ha conseguido sacarme de mis casillas.
—¡Y eso que hemos ensayado miles de veces, Jon! ¿Para qué te ha servido las listas de preguntas que te di? No era tan difícil...
—Sí, pero es que no me imaginaba que fuera tan bueno en sala.
—No me pongas más excusas, Jon, has fracasado. Sabías para qué estabas aquí y con tu declaración has tirado todo abajo. Hasta ese momento el juicio iba muy bien.
—¡Ya lo sé! —siseo entre dientes—, así que para ya con tus reproches, no hace falta que me digas más veces que he sido un estúpido.
—Desde luego que lo has sido, todo esto alarga el proceso y el tiempo corre en tu contra.
—Nuestra contra, recuerda que si yo no gano, tú no cobras.
—Sí, pero el que mi cliente no mantuviera la cabeza fría no entraba dentro de los planes. Así que me vas a tener que pagar igualmente la minuta cuando acabe el proceso con independencia del resultado del caso. A no ser que quieras que se lo cuente todo a ella.
—¡Como te atrevas a hacerlo, te juro que te mato!
—Ten cuidado con tus palabras, Jon. Más te vale que no me amenaces otra vez o no dudes de que te arrepentirás y te saldrán muy caras tus amenazas.
—¿Qué piensas hacer si lo hago? —pregunto altivo.
—Todavía no lo sé, pero no olvides que soy una mujer de recursos, así que por tu bien más te vale que no lo olvides —la miro con rabia y me muerdo la lengua. Sé que tiene razón, pero mejor dejar las cosas como están—. Ahora vayámonos de aquí —dice mientras se dirige a la puerta de salida de la sala—. Espérame en la entrada, voy a dejar la toga en la sala de togas.
—Bien.
No salgo, me quedo dentro de la sala, no quiero aguantar sus reproches hasta que salgamos a la calle. Su voz de pito regañándome es del todo insoportable. Cuando creo que ya se habrá ido, salgo y empiezo a bajar las escaleras de dos en dos. Necesito aire. Por el camino me topo con Laura, Patricia y su madre. Rozo la mano de la que todavía es mi mujer sin querer y noto su tacto cálido en la mía. Ha sido apenas una fracción de segundo, pero he sentido la suavidad de sus manos y me viene un flashback como si de una película se tratara que me recuerda cuánto me gustaba llevarla agarrada de la mano y cuánto echo de menos esa sensación.
—Perdón —digo inocente.
—¿Perdón? —me mira un segundo confundida—. ¿Ahora me pides perdón? —se indigna—. Podrías habértelo pensado antes.
—No sabía que eras tú —la miro indiferente.
—¡Por supuesto que no sabías que era yo! Jamás pedirías perdón, a ¿cómo era...? —finge pensar—. ¡Ah sí, ya recuerdo! A la pija de mierda, ¿¡no!?
—Laura, por favor, déjalo estar —interviene Patricia—. No merece la pena que pierdas el tiempo con este indeseable.
—¡Tú te callas! —la señalo con el dedo acusatorio.
—Jon, ni se te ocurra señalar a mi amiga y mucho menos dirigirte a ella en esos términos.
—Laura, tengo que hablar contigo —digo.
—¿Para qué? ¿Para mentirme otra vez? ¿Para hacerme daño de nuevo? Tú quieres hablar conmigo, pero yo no quiero hacerlo contigo, ya he sufrido demasiado por alguien que solo merece mi desprecio.
—Laura... —suplico
—¡No! Te digo lo mismo que me dijiste en tu nota de despedida. No me busques, no me llames, olvídate de mí.
—¡Laura, por favor…! —elevo mi voz por encima de la de ella—. No quiero hablarlo delante de ellas y mucho menos con toda esta gente mirando—hago un gesto con la mano a todas las personas que hay nuestro alrededor que observan divertidas la escena, sin duda les estamos amenizando la espera. Natalia, su madre, tira de su brazo para que se calme y no dar más espectáculos. Al fondo del pasillo veo como tres policías se acercan con paso rápido hacia donde estamos nosotros.
—¡Que no, Jon! ¡Que no quiero saber qué me quieres decir! ¡Habértelo pensado antes! Hasta hace dos horas podrías haberlo hecho, te habría escuchado. Pero ya no, me has decepcionado y me das asco. ¡No creí que fueras capaz de llegar tan lejos!
—Señores. El resto de personas que hay aquí no tienen por qué aguantar esto. Nos van a tener que acompañar abajo.
—¿Dónde me llevan? ¡Suéltenme! —dos policías se interponen entre Laura y yo. Cuando uno de ellos va a ponerle las esposas sale corriendo hacia a mí para increparme, el otro consigue cogerla en volandas antes de que llegue alcanzarme, de haberlo conseguido, habría tratado, sin éxito, de hacerme daño. Parece una fiera y eso la hace tremendamente atractiva. Esa fuerza, esas ganas, esa pasión que le pone a la vida es admirable, quizás es así porque su vida siempre ha sido bastante acomodada y no se ha tenido que enfrentar a problemas de verdad. Tiene la temeridad de la inocencia.
—¡Yo no he hecho nada! —grita—. Llévenselo a él. ¡Él ha sido el culpable de todo! —se trata de zafar de nuevo de los policías que la llevan bien agarrada. —Pero ¿por qué me detienen? ¡Exijo una explicación!
Otro funcionario se acerca a mí, me doblo pulcramente los puños y junto mis muñecas para que el policía pueda ponerme las esposas sin estropearme el traje. El hombre hace lo propio y me agarra fuertemente del brazo. Los cinco, empezamos a andar escaleras abajo. Laura no para de gritar mientras se acuerda de toda mi estirpe. Yo voy mucho más tranquilo, como si no fuera conmigo, como si que te pongan las esposas al salir de un juicio de divorcio fuera lo más normal del mundo.
Bajamos cuatro tramos de escaleras, Laura se va calmando a medida que ve que va en serio eso de que nos van a meter en la celda. Poco a poco deja de ser importante que el “cafre-cabrón” de su marido le haya rozado la mano al bajar las escaleras a la salida del juzgado y pasa a pedir explicaciones a los “ineptos” de los policías que nos han detenido sin ningún motivo. Cuando se enfada se pone histérica no contiene las palabras. Los funcionarios que a juzgar por cómo contienen su risa están acostumbrados a este tipo de escenas continúan hablando del partido del domingo, lo que enfurece aún más a mi mujer.
—Pero, ¿es que no me oyen? ¡Les estoy hablando! Exijo que se identifiquen. ¡Quiero que me digan por qué me llevan a quién sabe qué lugar, si yo no he hecho nada!
—Señorita.
—Señora —corrijo al policía.
—Señora —repite—. La estamos oyendo perfectamente. Ya le hemos dicho que les llevamos al calabozo por el escándalo que han montado arriba. Nuestro deber es mantener la tranquilidad y el orden, y ustedes dos lo estaban alterando. Entiendo que esté pasando por una situación complicada, pero eso no justifica que los demás tengan que soportarla. Y ahora que ya sabe la razón le pido que deje de gritar que me está poniendo dolor de cabeza.
—Y a mí— intervengo para burlarme de Laura.
—Y a su marido también, hágalo por él.
—¿Por éste? —me señala— Si no fuera un delito, bien sabe Dios que le arrancaba la cabeza de cuajo.
—¡Cuánto amor! —se mofa el policía que me guía.
—Nos estamos divorciando —excuso a Laura—y no lo lleva demasiado bien, quise hablar un momento con ella y ya ven la que ha liado.
—¿Es siempre así?
—Solo cuando se enfada.
—¿Puedes parar de dejarnos en evidencia y no dar explicaciones de nuestra vida privada? —aunque me divierte esta situación, prefiero callarme y no enfadarla más.
Las puertas se abren y se cierran detrás de nosotros. Los trabajadores de las plantas más bajas del edificio tienen aspecto de odiar más su trabajo que los de las plantas de arriba, supongo que no debe ser fácil ver a los tipejos que pasan a diario por aquí. Laura y yo debemos ser la excepción.
—Solo queda una celda libre, ¿qué prefieren, estar separados o juntos en la misma? —pregunta uno de los policías que lleva a Laura.
—¿No hay una opción de salir de aquí sin necesidad de entrar en una? —suplica Laura desesperada.
—No señora, hasta que su abogado no la saque de aquí, no podrá salir. Durante ese tiempo, ¿qué prefiere estar con el resto de detenidos o con su marido en una celda? —Tras unos segundos en los que repasa con la mirada a la clase de gente que hay en los otros compartimientos, no lo duda
—Con él, después de todo lo conozco y sé que no me hará daño, aunque no se puede decir que cuando él salga vaya a estar como ahora...
—¿Y usted? ¿Qué prefiere? ¿Estar con ella o con alguno de los otros detenidos? —finjo repasar las otras celdas con la mirada imitando su gesto de antes.
—Estaré bien con ella —decido. Abren la puerta del calabozo, nos quitan las esposas aunque Laura se resiste un poco, finalmente entra, y yo lo hago detrás ella.
La celda mide aproximadamente dos metros de ancho por dos de largo. Ahora soy más consciente del olor tan nauseabundo que hay en este lugar. Un banco de madera destartalada de otro siglo está en el lado derecho de la celda; en el izquierdo hay un lavabo situado junto una letrina con aspecto mugriento.
—¿Estarás contento, no? —pregunta Laura de manera retórica— ¡Querías hablar conmigo a solas y aquí estamos por tu culpa!
—Yo no he sido quien ha montado el numerito —me defiendo.
—No te hagas el tonto. ¡Me has provocado! ¡Buscabas una reacción así!
—Si lo sabías, ¿por qué has entrado al trapo? —se queda callada un instante.
—Pues porque no puedo controlar la rabia cuando te tengo cerca. ¡Porque no entiendo nada! Primero te comportas como un cretino en la sala para a los dos segundos cambiar de opinión y decides que necesitas hablar conmigo a solas sin nadie delante. Un día me dices que me quieres y al día siguiente me pides el divorcio. No te gusta que tenga amigos, pero yo he tenido que soportar como la furcia de tu abogada te ha tocado el paquete delante de mí. Querías hablar conmigo y estamos aquí por tu culpa... ¡Siempre te sales con la tuya! Ahora bien, si sabes lo que te conviene, durante el tiempo que estemos aquí, que espero que no sea mucho, no quiero ni oírte respirar y mucho menos hablar. Te exijo que estés en el otro punto de la celda en el que esté yo.
—Pero... —me corta.
—Va muy en serio, Jon. Estoy muy enfadada y ahora mismo lo único de lo que tengo ganas es de asesinarte.
—Sí, la verdad es que no me ha salido mal del todo —le vacilo—. Al salir de la vista quería hablar contigo a solas y así es como estamos ahora.
—¿El que estuviéramos en un lugar asqueroso, con gente sacada de una película de terror y el olor vomitivo que hay en este antro también entraba dentro de tus planes?
—Un pequeño error de cálculo de las posibles consecuencias...
—¡Que no me hables! ¿No me has oído? No me mires, y te prohíbo que pienses en mí. Vamos a aparentar que no nos conocemos, que tú no eres mi marido, yo no soy tu mujer y que no tenemos ganas de hablar, ¿entendido? —dice mientras se sienta en la otra esquina del banco de madera en el que estoy sentado — Aunque después de todo creo que no me falta razón, te miro y no te reconozco. Me das asco.
—Tú en cambio despiertas en mí sentimientos diametralmente opuestos al asco.
—Jon, no sigas por ahí porque, aunque no puedo cumplir con mi amenaza, puedo cruzarte la cara de un bofetón y pedirle a Roberto que en la demanda añada el acoso.
—Eso que me has dicho sabes que es un delito, ¿no?
—A la mierda la ley. Crúzale la cara guapa. No te molestes ya lo hago yo por ti. Maldito cabrón no sé qué le habrás hecho a la chica, pero cuando salga te mato —se oye a detenidos que dan voces desde otras celdas.
—¡Me importa un pito la ley!
—Laura, cariño... —trato de tranquilizarla.
—¡No me llames cariño! No tienes derecho ¡Nunca me has querido! Siempre me has utilizado no sé muy bien con qué fin, estoy segura de que me ocultas algo.
—¡Eso no es cierto! —replico mientras me levanto del banco y me apoyo en la pared del fondo de la celda—. Hubo un tiempo en el que creí encontrar el amor. Un tiempo en el que te quise. Un tiempo en el que estaba seguro que lo nuestro funcionaría... —me oigo decir antes de ser consciente de mis palabras.
—¡Ya basta! —mi declaración de amor hace que ella se venga abajo— ¡No me mientas más, Jon, por favor! ¡No quiero más mentiras!
—Laura... Por primera vez en mucho tiempo estoy siendo sincero contigo —se me llenan los ojos de lágrimas— Ojalá no fueras tú, Laura. Te quise Laura, te juro que te quise, pero...
—¡Pero nada! ¿Qué cambió entonces? ¿Cuándo dejaste de hacerlo? ¿Por quién? ¿Por qué? —se levanta del banco y se acerca a mí— ¿Qué hice mal? ¡Si desde que te conocí lo único de lo que he tratado es de ayudarte! —me empuja con el dedo y me dejo caer hacia atrás— Si me enfrenté a mi familia, a mis amigos, ¡a todos! ¡Y todo por ti Jon! Todo porque te amaba —¡Dios! Esto es más difícil de lo que creía— ¡Me odio, porque a pesar del daño que me has hecho, te amo! Me odio por arrastrarme por ti. Me odio por querer odiarte y no poder hacerlo. Me odio porque aun en estas circunstancias no dejaría que nadie te pusiera una mano encima sin antes lanzarme yo a matar a quien fuera a hacerte daño. Me odio porque a pesar de mis amenazas no podría tocarte para algo diferente que acariciarte y porque cuando lo hago pierdo el control. No domino mi cuerpo...
—Laura... —suspiro, mientras trago saliva con dificultad. Mi garganta se ha secado. Mis brazos se elevan y la estrecho con ellos contra mí. Su primer impulso es apartarse, pero la necesidad que siente, que sentimos de sentir pegado el cuerpo del otro es superior a la rabia, a la impotencia; al hacerlo empiezan a rodar mis lágrimas por mis mejillas, mientras nuestros cuerpos empiezan a temblar por la cantidad de emociones que llevamos conteniendo desde el día en que decidí marcharme de su casa. Me fui a la francesa, dejé la nota, metí mis cosas en el maletero de mi coche y conduje hasta llegar a San Sebastián, tierra de mis antepasados y lugar que se ha convertido en mi tabla de salvación cuando estoy a punto de hundirme de nuevo como hace ocho años— No me mereces —susurro a su oído.
—Lo sé —me mira con los ojos anegados de lágrimas.
—Necesitas alguien mejor...
—Eso desde luego —un impulso acerca nuestras bocas hasta casi rozarse, reacciono en el último momento antes de que sea demasiado tarde y nuestras bocas se fundan en un beso.
—Laura, no puedo contártelo, pero las cosas tienen que ser así...
—¡Estoy harta! —se separa de mí apartando mis brazos de su cuerpo— ¡Harta de tus mentiras! Harta de que a pesar de que siempre te ayudé, tú solo me hayas causado dolor. Cansada de tus secretos... ¡Ojalá nunca hubiera pasado por esa esquina...! Ojalá nunca hubieras estado allí. Ojalá nunca te hubiera conocido. Ojalá tú no fueras tú y yo no fuera yo.
—Sí, Laura, ojalá, pero las cosas tienen que ser así... No pueden ser de otra manera — interpongo aún más distancia entre nosotros y voy hacia el otro lado de la celda—, pero aunque no queramos, somos quienes somos y no podemos cambiar nada.
—Sí, nunca he podido cambiar al egoísta que eres.
Se oyen unos pasos. Es el abogado de Laura acompañado de un guardia que se dirigen hacia la celda.
—¿Qué ha pasado Laura? Ya me han contado Patricia y tu madre que estás aquí por culpa de éste —me señala desdeñoso.
—Sí, pero tranquilo, estoy bien —me mira por encima del hombro mientras se sorbe los mocos.
—¿Te ha tocado? ¿Te ha hecho algo? ¿Amplío la demanda?
—No, no es necesario. Es listo y sabe hasta dónde puede tensar la cuerda.
—Gracias por el cumplido, cariño.
—¡De nada, mi amor! —continua para picarme ¡Si ella supiera cuánto me gusta que me diga eso! Estoy seguro de que no me lo diría.
—¡Mira, maldito hijo de Satanás!—se enfada Roberto—. Estoy harto de ti. Te consideraba mi amigo y te creía mucho mejor persona, pero como se te ocurra hacer alguna tontería a Laura, te juro que voy a disfrutar como un enano haciéndotelo pagar muy caro.
—Maldito hijo de Satanás, cafre-cabrón, cerdo... —murmuro irónico—. Nunca había escuchado tantas lindezas hacia mi persona en un solo día —me estiro los puños de la camisa. Laura se gira y me cruza la cara de un tortazo.
—Te lo advertí, no quería escucharte y has hablado.
—No decías eso hace un rato cuando te tenía en mis brazos llorando —me da otro tortazo y me cruza la cara hacia el otro lado, mientras me da un rodillazo en los huevos. Esta vez sí, esta vez me ha hecho daño, me ha dado muy fuerte. Consigo apoyarme en la pared y me acabo cayendo al suelo mareado hasta casi perder el conocimiento. Por primera vez desde que la conozco ha sido capaz de hacerme daño de verdad. Ese golpe bajo ha sido muy cruel, ha traspasado los límites. A un hombre nunca se le da en los huevos. Es el dolor más inhumano, más cruel, más... No puedo pensar, el dolor es insoportable.
—Bien hecho, Laura. Se lo merecía —oigo decir al picapleitos, ¿que me lo merecía? Lo que me faltaba por escuchar, ¡pero si no he hecho nada! Mejor no voy a referirme a la falsedad de ese hecho por si Laura me vuelve a dar otra vez en los huevos—.Voy a hacer los trámites para sacarte cuanto antes de aquí, tranquila, saldrás pronto.
—¿Sabes algo de mi abogada? —pregunto cínico mientras trato de recuperar la respiración, a duras penas consigo levantarme del suelo, apoyo las manos en mis rodillas y caigo de bruces contra el banco. Me ha dado más fuerte de lo que yo pensaba, cuando se me pasa un poco el dolor trato de levantarme de nuevo y recompongo un poco mi traje.
—¿Qué pasa que no has tenido suficiente? Como se te ocurra respirar más alto de lo normal, hablar o mirarme mientras esté aquí. ¡Te doy una paliza! —me amenaza—¿Entendido? — como ve que no le contesto se gira de nuevo hacia el picapleitos.
—No —respondo yo, aunque ella hace caso.
—¿Ha pasado algo entre vosotros, Laura? ¿Pido que te cambien de celda? —pregunta curioso Roberto.
—No, tranquilo, no hace falta. Estoy todo lo bien que se puede estar en un sitio como éste. Creo que todavía puedo manejar a este desconocido que según la ley es mi marido.
—Tranquila, no lo seré por mucho tiempo.

Cuando se va Roberto, oímos como sus pasos se alejan junto con los del policía que lo acompaña. Se oye el ruido metálico de la puerta al abrirse para a continuación cerrarse con un sonoro portazo con el que la esperanza de salir pronto de aquí se esfuma. Nos volvemos a quedar solos, me mira confundida. Por un lado se siente culpable por el daño que me ha hecho por el rodillazo que me ha dado, pero por otro no, cree que me lo merezco.
—Te dije que no hablaras...
—¿Y cuándo he hecho yo caso de las normas?
—Tienes razón, jamás lo has hecho —me mira desdeñosa.
—Me alegro de que vayamos progresando, cariño. Estar encerrado contigo va a acabar siendo terapéutico... —me divierto viendo como cierra los ojos tratando de controlarse.
—Según para qué y para quién... —se fija en mi entrepierna y me la señala con la mano. Se sonroja al hacerlo, sonrío— de momento para tu cosita, no.
—Eh, eh... Ni se te ocurra dirigirte a esto —señalo mi bragueta mientras hago un gesto con las manos exagerando su tamaño—, en esos términos. Es muy humillante —le he hecho gracia. Trata de contener la sonrisa que se dibuja en su cara con mi exageración tosiendo, pero falla, estrepitosamente.
—Me dirijo hacia tu minicosa como quiero. Las he visto más grandes y todos han sabido utilizarlas mejor que tú —miente, miente y sigue mintiendo.
—Voy a dejar de lado los términos a los que te refieres a ella, porque sé que es mentira, recuerdo perfectamente tus palabras. Como gemías gritando eso de “oh que grande la tienes, siento que me la vas a sacar por la boca”. Aunque mi favorito era escucharte decir después de terminar “hacer el amor contigo es como vivir en el paraíso sin necesidad de morirse”.
—El amor que ciega el sentido.
—Mientes, mi amor —acentúo las dos últimas palabras con displicencia—, y lo sabes.
—¡Cariño...! —dice irónica mientras lanza una falsa carcajada...— ¡Fingía!... ¿De verdad te creías que era verdad todo eso?
—Si crees que me vas a convencer de tus palabras vas mal. Mi pene supera la media de los hombres no solo caucásicos sino también a los de raza negra. No solo tú me lo decías, la notaria que me follé hace dos semanas dio fe de ello —se le descompone el gesto.
—¡Ja, ni de coña! ¿Una notaria? ¡No seas ridículo!
—Va en serio —vuelve a enfurecerse— ¿Quieres pruebas?
—¿Las tienes?
—Si quieres te la enseño —sugiero pícaro.
—Te tiras a una notaria, a tu abogada... Se ve que te gusta el mundo jurídico. Por mera curiosidad, ¿te has tirado también a la jueza?
—No lo he intentado, pero dudo que pudiera resistirse a mis encantos. Además, te pido que hables con mucho más respeto de las mujeres que pasan por mi cama.
—Yo hablo de ellas como me da la gana. Solo faltaba, ¿quién te crees que eres tú para decirme cómo tengo o no tengo que hablar?

—Laura... ¡Que eres una mujer educada! Has ido a los mejores colegios, has estudiado en las mejores universidades. No hables así. No es propio de ti.





2 comentarios:

  1. Buenas!!! Ahora no puedo leerlo tranquilamente, pero en cuanto pueda lo cojo, porque le tengo ganas. Es de los que me gustan.
    Un beso

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